"Mucha gente piensa que la filosofía es algo muy abstracto y para especialistas. Yo tengo y vivo la idea de que la filosofía no tiene nada que ver con especialistas, de que no es una especialidad o, si lo es, lo es en el mismo sentido que la pintura, la música, etc." Gilles Deleuze

sábado, 26 de noviembre de 2011

Deleuze y la comedia musical


 Yo era una de esas necias que odiaba la comedia musical sin haberme dado la oportunidad de prestarle atención. Y la verdad es que aún no me gusta. Pero hace unos años, gracias a Deleuze y específicamente a esto que transcribo, aprendí (creo) a mirar el "grado cero", el paso al otro mundo. Este texto no es tan amable como la entrevista, está extraído de "La imagen tiempo", capítulo "Del recuerdo al sueño", el anterior a mi preferido: "Los cristales del tiempo". No sólo habla de Astaire y Kelly sino también de Vincent Minnelli, Jerry Lewis, Keaton, Chaplin, Laurel, etc. Ojalá encuentren lo que yo encontré. 

La comedia musical es el movimiento despersonalizado y pronominalizado por excelencia, con el baile trazando un mundo onírico. En Berkeley, las girls multiplicadas y reflejadas forman un proletariado feérico cuyos cuerpos, piernas y rostros son piezas de una gran máquina de transformación: las “figuras” son como vistas caleidoscópicas que se contraen y se dilatan en un espacio terrestre o acuático, casi siempre captadas desde arriba, girando alrededor del eje vertical y transformándose unas en otras para culminar en puras abstracciones. Es verdad que hasta en Berkeley, y con mayor razón en la comedia musical en general, el bailarín o la pareja conservan una individualidad que es fuente creadora de movimiento. Pero lo que cuenta es la manera en que el genio individual del bailarín, la subjetividad, pasa de una motricidad personal a un elemento suprapersonal, a un movimiento de mundo que la danza va a trazar. Es el momento de verdad en que el bailarín camina todavía, pero es ya un sonámbulo que será poseído por el movimiento que parece llamarlo: lo encontramos en Fred Astaire, en el paseo que insensiblemente se vuelve danza (Melodías de Broadway de V. Minnelli) tanto como en Kelly, en el baile que parece nacer de la desnivelación de la acera (Cantando bajo la lluvia de Donen). Entre el paso motor y el paso de baile hay a veces lo que Alain Masson llama un “grado cero”, como una vacilación, un desajuste, un retraso, una serie de fallos preparatorios o por el contrario un brusco nacimiento. 

A menudo se ha contrapuesto el estilo de Astaire al de Kelly. Y es verdad que en uno el centro de gravedad pasa fuera de su cuerpo delgado, flota fuera de él, desafía la verticalidad, se bambolea, recorre una línea que es tan sólo la de su silueta, su sombra o sus sombras, tanto que son sus sombras las que bailan con él (Swing times, de Stevens). Mientras que, en el otro, el centro de gravedad se hunde verticalmente en un cuerpo denso para desprender y elevar desde el interior ese maniquí que es bailarín.Poderosos movimientos de balancín incrementan a menudo el entusiasmo y la fuerza de Kelly, la manera en que se da un impulso con un salto es a veces fácil de percibir. Los gestos de Astaire, en cambio, se encadenan por una voluntad clara de inteligencia, sin abandonar nunca el movimiento al cuerpo”, y definen “sombras sucesivas y perfectas”. Diríanse los dos extremos de la gracia, como la definía Kleisa “en el cuerpo de un hombre desprovisto de toda conciencia y de aquel que posee una conciencia infinita”, Kelly y Astaire. Pero en ambos casos la comedia musical no se contenta con hacernos entrar en el baile o, lo que es igual, con hacernos soñar. El acto cinematográfico consiste en que el propio bailarín entra en el baile, como se entra en el sueño. Si la comedia musical nos presenta explícitamente tantas escenas que funcionan como sueños o seudo-sueños de metamorfosis (Cantando bajo la lluvia, Melodías de Broadway y sobre todo Un americano en París, de Minnelli), es porque toda ella es un gigantesco sueño, pero un sueño implicado, y que a su vez implica el paso de una supuesta realidad al sueño.

Sin embargo, aún supuesta, esa realidad es muy ambigua. En efecto, podemos presentar las cosas de dos maneras. O bien consideramos que la comedia musical nos da ante todo imágenes sensoriomotrices ordinarias donde los personajes se hallan en situaciones a las que van a responder con sus acciones, pero que, más o menos progresivamente, sus acciones y movimientos personales se transforman por la danza en movimiento de mundo que desborda la situación motriz, sin perjuicio de retornar a ella, etc.O bien, por el contrario, consideramos que el punto de partida sólo en apariencia era una situación sensoriomotriz: en lo más profundo era una situación óptica y sonora pura que ya había perdido su prolongamiento motor, era una pura descripción que ya había reemplazado a su objeto, un puro y simple decorado. Entonces el movimiento de mundo responde directamente a la llamada de los opsignos y sonsignos (y el “grado cero” ya no da fe de una transformación progresiva sino de la anulación de los nexos sensoriomotores ordinarios). En un caso, para expresarnos como Masson, se pasa de lo narrativo a lo espectacular, se accede al sueño implicado; en el otro, se va de lo espectacular al espectáculo, como del decorado a la danza, en la integralidad de un sueño implicado que envuelve incluso a la marcha. En la comedia musical los dos puntos de vista se superponen, pero es evidente que el segundo es más amplio. En Stanley Donen, la situación sensoriomotriz deja transparentar “vistas chatas”, tarjetas postales o clichés de paisajes, ciudades, siluetas. Da lugar a esas situaciones puramente ópticas y sonoras donde el color cobra un valor fundamental y donde la acción también achatada ya no se distingue de un elemento móvil del decorado colorido. Entonces el baile surge directamente como la potencia onírica que da profundidad y vida a estas vistas chatas, que despliega todo un espacio en el decorado y más allá de él, que da a la imagen un mundo, la rodea de una atmósfera de mundo (The pijama game, Cantando bajo la lluvia, no sólo el baile sino el final de Broadway). “El baile asegurará, pues, la transición entre la vista chata y la apertura del espacio”. Ella será el movimiento de mundo que, en el sueño, corresponde a la imagen óptica y sonora.
Le tocó a Minnelli descubrir que el baile no sólo da un mundo fluido a las imágenes, sino que hay tantos mundos como imágenes: “cada imagen, decía Sartre, se rodea de una atmósfera de mundo”. La pluralidad de mundos es el primer descubrimiento de Minnelli, su posición astronómica en el cine. Pero entonces, ¿cómo pasar de un mundo al otro? Y éste es el segundo descubrimiento: el baile ya no es solamente movimiento de mundo, sino también pasaje de un mundo a otro, entrada en otro mundo, efracción y exploración. Ya no se trata de pasar de un mundo real en general a los mundos oníricos particulares, puesto que el mundo real supondría ya esas pasarelas que los mundos del sueño parecen prohibirnos, como en la inversión de Brigadoon, donde la realidad de la que nos separa el pueblo inmortal y cerrado ya no se ve más que en un inmenso picado. En Minnelli cada mundo, cada sueño está cerrado sobre sí mismo, cerrado sobre todo lo que él contiene, incluido el soñante. Tiene sus sonámbulos prisioneros, sus mujeres-panteras, sus guardianas y sus sirenas. Cada decorado alcanza su potencia más grande y se vuelve pura descripción de mundo que reemplaza a la situación. El color es sueño, no porque el sueño esté en colores sino porque en Minnelli los colores adquieren un elevado valor absorbente, casi devorador. Por tanto es preciso insinuarse, dejarse absorber, sin perderse empero o dejarse atrapar. El baile ya no es un movimiento de sueño que traza un mundo, sino que se profundiza, se redobla, convirtiéndose en el único medio para entrar en otro mundo, es decir, en el mundo de otro, en el sueño o en el pasado de otro. Yolanda and the thief y El pirata serán los dos grandes éxitos donde, primero Astaire y después Kelly, se introducen respectivamente en un sueño de jovencita, no sin peligro mortal. Y en todas las obras que no son comedia musical sino simples comedias o dramas, Minnelli necesita de un equivalente de baile y de canción que introduce siempre al personaje en el sueño del otro. En Undercurrent, la muchacha llegará al fondo de la pesadilla de su marido sobre un aire de Brahms, para alcanzar el sueño y el amor del hermano desconocido, pasando así de un mundo a otro. En The clock, una escalera automática como movimiento de mundo rompe el talón del zapato de la joven y se lo lleva al sueño despierto del soldado permisionario. En el grandioso Los cuatro jinetes del Apocalipsis, hace falta el pesado galope de los jinetes y el recuerdo terrible del padre fulminado para arrancar al esteta de su propio sueño y hacerlo penetrar en la pesadilla generalizada de la guerra. Desde este momento la realidad se concebirá necesariamente unas veces como el fondo de una pesadilla, cuando el héroe muere por ser así prisionero del sueño del Otro, otras veces como un acuerdo de los sueños entre sí, según un final feliz, donde cada cual se reencuentra absorbiéndose en el opuesto (así, en Mi desconfiada esposa, el bailarín que reconcilia los dos mundos en lucha). Entre el decorado-descripción y el movimiento-danza la relación ya no es la de una vista chata con un despliegue de espacio, sino la de un mundo absorbente con un pasaje entre mundos, para lo mejor o para lo peor. Nunca como en Minnelli la comedia musical se aproximó tanto a un misterio de la memoria, del sueño y del tiempo como punto de indiscernibilidad de lo real y lo imaginario. Extraña y fascinante concepción del sueño donde el sueño de otro constituye él mismo para su sujeto real una potencia devoradora, despiadada.
Quizá la renovación del burlesco por parte de Jerry Lewis deba muchos de sus factores a la comedia musical. Podríamos resumir brevemente la sucesión de edades del burlesco: todo empezó por una exaltación desmesurada de las situaciones sensoriomotrices, donde los encadenamientos de cada uno se engrosaban y precipitaban, se prolongaban al infinito, donde los cruces y choques entre sus series casuales independientes se multiplicaban, formando un conjunto proliferante. Y en la segunda edad este elemento subsistirá con enriquecimientos y purificaciones (las trayectorias de Keaton, las series ascendentes de Lloyd, las series descompuestas de Laurel y Hardy). Pero lo que caracteriza a esta segunda edad es la introducción en el esquema sensoriomotor de un elemento emotivo y afectivo intensísimo: se encarna unas veces en la pura cualidad del rostro impasible y reflexivo de Buster Keaton, otras en la potencia del rostro intensivo y variable de Chaplin, según los dos polos de la imagen-afección; sin embargo, en ambos casos se inserta y se expande en la forma de la acción. Este elemento afectivo reaparece en los Pierrots lunares del burlesco: Laurel es lunático, pero también Langdon en sus adormecimientos irresistibles y sus sueños despiertos, y el personaje mudo de Harpo Marx, en la violencia de sus pulsiones y la paz de su arpa. La tercera edad del burlesco implica el sonoro, pero el sonoro sólo interviene aquí como el soporte o la condición de una nueva imagen: es la imagen mental que lleva a su límite la trama sensoriomotriz, regulando esta vez sus rodeos, sus encuentros, sus choques según una cadena de relaciones lógicas tan irrefutables como absurdas o provocadoras. Esta imagen mental es la imagen discursiva tal como aparece en los grandes discursos de los films sonoros de Chaplin; es también la imagen-argumento en los absurdos de Groucho Marx o de Fields. Por sumario que sea este análisis, puede dejar presentir cómo va surgiendo un cuarto estadio o edad: una ruptura de los nexos sensoriomotrices, una instauración de puras situaciones ópticas y sonoras que, en lugar de prolongarse en acción, entran en un circuito. Esto es lo que aparece con Jerry Lewis: el burlesco encuentra su fuerte en la comedia musical. E incluso su manera de andar parece como si fueran pasos de baile fallidos, un “grado cero” prolongado y renovado, variado de todas las maneras posibles, hasta que nazca la danza perfecta (Jerry calamidad). Al personaje de Jerry Lewis, involucionado más que infantil, todo le resuena en la cabeza y en el alma; pero, inversamente, sus menores gestos esbozados o inhibidos y los sonidos inarticulados que emite resuenan a su vez, porque desencadenan un movimiento de mundo que llega a la catástrofe (la destrucción del decorado en la casa del profesor de música), o que pasa de un mundo a otro en una trituración de colores, en una metamorfosis de las formas y en una mutación de los sonidos (El profesor chiflado). Lewis retoma una figura clásica del cine americano, la del looser, el perdedor nato, que se define por lo siguiente: él “hace de más”. Pero he aquí que, en la dimensión burlesca, este “de más” se torna un movimiento de mundo que lo salva y le hará ganador. Espasmos y corrientes diversos, ondas sucesivas agitan su cuerpo, como cuando va a lanzar los dados. Ya no es la edad de la herramienta o la máquina, es la nueva edad de la electrónica y del objeto teleguiado que sustituye los signos sensoriomotores por signos ópticos y sonoros. Ya no es la máquina que se desajusta y enloquece como en Tiempos Modernos, sino la fría racionalidad del objeto técnico autónomo que reactúa sobre la situación y destroza el decorado. El nuevo burlesco ya no viene de una producción de energía por el personaje, que se propagaría y se amplificaría como en un período anterior. Nace del hecho de que el personaje se mete (involuntariamente) en un haz energético que lo arrastra y que constituye precisamente el movimiento de mundo, una nueva manera de bailar, de modular. Por una vez en este caso podemos decir que Bergson es superado: lo cómico ya no es lo mecánico insertado en lo viviente, sino movimiento de mundo que se lleva y aspira al viviente.

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