"Mucha gente piensa que la filosofía es algo muy abstracto y para especialistas. Yo tengo y vivo la idea de que la filosofía no tiene nada que ver con especialistas, de que no es una especialidad o, si lo es, lo es en el mismo sentido que la pintura, la música, etc." Gilles Deleuze

sábado, 19 de noviembre de 2011

Primo Levi (Turín, 1919-1987)

Nació en una familia judía asentada en el Piamonte después de la expulsión de los judíos de España en 1492 (los gobiernos españoles desde el medioevo hasta acá no se privaron de nada no?, primero árabes y judíos, ahora nosotros los eeeeeeeeeh me olvido del insulto ¿cómo nos dice la derecha española?, bueh, ciertos porteños podrían haberme llamado "cabecita negra" cuando vivía allí, en fin, la estupidez es internacional, amigos).
Digresión terminada.

En 1941 se gradúa en Química en la Universidad de Turín y dos años después se une a la resistencia antifascista. Fue capturado y deportado a Auschwitz, donde trabajó como esclavo en una planta industrial. Tras la liberación del campo por el Ejército Rojo en 1945 y después de una odisea por varios países de Europa Oriental, regresa a Turín (de esta Odisea habla en su libro "La tregua" y está la película también). 
Comienza a escribir inmediatamente y en 1947 termina el que sería el primer libro de la trilogía: "Si esto es un hombre" aunque creo que recién se lo conoce con la edición de Eunadi (la misma editorial que publicaba a Ítalo Calvino) en 1958, luego vendrá "La tregua" en 1963 y"Los hundidos y los salvados" en 1986.
Lo que escribo a continuación está en "Los hundidos y los salvados". Y aún quemaba por supuesto, porque lo primero que cita en este libro es una parte de este poema:

Since then, at an uncertain hour,
That agony returns:
And till my ghastly tale is told
This heart within me burns.
              S.T.Coleridge
The Rime of the Ancient Mariner
(Or. vv. 582-85) 

Lo que transcribiré tiene que ver con lo que Deleuze dice de Levi en la Letra R. Aquí vamos (¿cómo se cita a un escritor que está citándose a sí mismo?):

"Releo ahora un fragmento de La tregua. El libro no se publicó hasta 1963 (Turín: Einaudi) pero estas palabras las había escrito a finales de 1947; se refieren a los primeros soldados rusos que contemplaron nuestro Lager, donde se amontonaban los cadáveres y los moribundos:

No, nos saludaban, no sonreían; parecían oprimidos, más que por la compasión, por una timidez  confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones, y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje: la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su misma existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla.

 No creo tener nada que tachar ni corregir, sino más bien algo que añadir. Que muchos (y yo mismo) han experimentado "vergüenza", es decir, sentido de culpa, durante la prisión y después, es un hecho cierto y confirmado por numerosos testimonios. Puede parece absurdo, pero es así. Voy a intentar interpretarlo a mi manera, y comentar las interpretaciones de otros.
Como he adelantado al principio, el malestar indefinido que acompañaba a la liberación puede que no fuera vergüenza, pero era percibido como tal. ¿Por qué? 
A mi criterio, el sentimiento de vergüenza y de culpa que coincidía con la libertad reconquistada era muy complejo: estaba formado por elementos diversos, y en distintas proporciones, en cada uno de los casos. Debemos recordar que cada uno de nosotros, de modo objetivo o subjetivo, vivimos el Lager a nuestro modo.
A la salida de la oscuridad se sufría por la conciencia recobrada de haber sido envilecidos. Habíamos estado viviendo durante meses y años de aquella manera animal, no por propia voluntad, ni por indolencia ni por nuestra culpa: nuestros días habían estado llenos, de la mañana a la noche, por el hambre, el cansancio, el miedo y el frío, y el espacio de reflexión, de raciocinio, de sentimientos, había sido anulado. Habíamos soportado la suciedad, la promiscuidad y la desposesión sufriendo mucho menos de lo que habríamos sufrido en una situación normal, porque nuestro parámetro moral había cambiado. Además, todos habíamos robado: en las cocinas, en el campo, en la fábrica, pero habíamos hurtado; algunos (pocos) habían llegado incluso a robarle el pan a su propio amigo. Nos habíamos olvidado no sólo de nuestro país y de nuestra cultura sino también de nuestra familia, del pasado, del futuro que habíamos esperado, porque, como los animales, estábamos reducido al momento presente. De esa situación de abatimiento habíamos salido sólo a raros intervalos, en los poquísimos domingos de descanso, en los minutos fugaces antes de caer dormidos, durante la furia de los bombardeos aéreos, y eran salidas dolorosas, precisamente porque nos daban ocasión de medir desde afuera nuestro envilecimiento.
Creo que precisamente a este volverse atrás para mirar "las aguas peligrosas" se hayan debido los muchos casos de suicidio posteriores a la liberación. Se trataba siempre de un momento crítico que coincidía con una oleada de reflexión y de depresión. Como contraste, los suicidios durante la prisión en el Lager, fueron raros. Yo propongo tres explicaciones para ellos que no se excluyen unas a otras.
Primera: el suicidio es una cosa humana y no de animales, es una elección meditada y en el Lager había pocas ocasiones de elegir, se vivía como animales domesticados que a veces se dejan morir pero que no se matan.
Segundo: "había otras cosas en las que pensar": satisfacer el hambre, substraerse del cansancio y del frío, evitar los golpes. Por la inminencia constante de la muerte faltaba tiempo para pensar en la muerte.
Tercera: en la mayoría de los casos el suicidio nace de un sentimiento de culpabilidad que ningún castigo ha podido atenuar, pero dentro del Lager este castigo era expiado con el sufrimiento diario.
Pero, ¿qué culpa? Emergía la conciencia de no haber hecho nada. De la falta de resistencia en los Lager se ha hablado mucho y muy a la ligera. Pero la desnutrición, la expoliación y los demásdaños físicos que tan fácil es provocar y en los cuales los alemanes eran maestros, son rápidamente destructores, y antes de destruir, paralizan. Ésta era la situación del grueso de los prisioneros que habían llegado a Auschwitz después del preinfierno de los ghettos y de los campos de concentración.
Por todo eso, en el plano racional, no se podría encontrar nada de qué avergonzarse, pero a pesar de ellos se sentía la vergüenza, y especialmente ante los pocos y lúcidos ejemplos de quienes habían tenido la fuerza y la posibilidad de resistir; a ello he aludido en el capítulo "El último" de "Si esto es un hombre", donde se describe el ahorcamiento público de un resistente ante la aterrorizada y apática multitud de los prisioneros. Es un pensamiento que entonces sólo nos insinuábamos, pero que ha vuelto después: "también tú habrías podido, habrías debido"; es un juicio que el ex prisionero ve, o cree ver, en los ojos de quienes (y especialmente los jóvenes) escuchan su relato y juzgan con la ligereza de quien juzga después; o que tal vez siente que despiadadamente le reprochan. Conscientemente o no, se siente imputado y juzgado, empujado a justificarse y a defenderse. 
Más realista es la autoacusación, o la acusación, de haber fallado en el plano de la solidaridad humana. Pocos sobrevivientes se siente culpables de haber perjudicado, robado o golpeado deliberadamente a un compañero: quien lo ha hecho rechaza el recuerdo; por el contrario, casi todos se sienten culpables de omisión en el socorro.
¿Está justificada o no la vergüenza del después? No logré decidirlo entonces, y tampoco hoy lo consigo, pero la vergüenza la sentía y la siento, concreta, pesada, contínua.
Cambiar los códigos morales es siempre costoso: todos los heréticos lo saben, los apóstatas y los disidentes. Ya no somos capaces de juzgar el comportamiento nuestro (o el ajeno) que tuvimos entonces  bajo los códigos de entonces, basándonos en el código actual; pero me parece justa la cólera que nos invade cuando vemos que alguno de los "otros# se siente autorizado a juzgarnos a nosotros, "apóstatas" o, mejor dicho, convertidos otra vez. ¿Es que te avergüenzas de estar vivo en el lugar de otro? Y sobre todo ¿de un hombre más generoso, más sensible, más sabio,más útil, más digno de vivir que tú? No puedes soslayarlo: te examinas, pasas revista a tus recuerdos, esperando encontrarlos todos, y que ninguno se haya enmascarado ni disfrazado; nno, no encuentras transgresiones abiertas, no has suplantado a nadie, nunca has golpeado a nadie (pero ¿habrías tenido fuerzas para hacerlo?), no has aceptado ningún cargo (pero no te los han ofrecido), no has quitado el pan de nadie; y sin embargo no puedes soslayarlos. Se trata sólo de una suposición, de la sombre de una sospecha: de que todos seamos el Caín de nuestros hermanos, de que todos nosotros (y esta vez digo "nosotros" en un sentido muy amplio, incluso universal) hayamos suplantado a nuestro prójimo y estemos viviendo su vida. Es una suposición, pero remuerde; está profundamente animada, como la carcoma; por fuera no se ve, pero roe y taladra.
A mi vuelta de la prisión vino a verme un amigo mayor que yo, tranquilo e intransigente, practicante de una religión propia que siempre me ha parecido severa y seria.  Me dijo que mi supervivencia no podía ser obra del azar, de una acumulación de circunstancias afortunadas (como sostenía yo y aún lo sostengo), sino de la Providencia. Yo esta marcado, era un elegido: yo, que no creía, y que todavía creía menos después de la estancia en Auschwitz, estaba tocado por la gracia divina, estaba salvado. ¿Y por qué precisamente yo? No puede saberse, me contestó. Posiblemente para que escribiese y, para que, escribiendo, diese testimonio: ¿no estaba precisamente entonces, en 1946, escribiendo un libro sobre mi prisión?
Esa opinión me pareció monstruosa. Me dolió como cuando se toca un nervio al descubierto, y resucitó la duda de que hablaba antes: podía ser que estuviese vivo en lugar de otro, a costa de otro; podría haber suplantado a alguien, es decir, en realidad matado a alguien. Los "salvados" de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de la "zona gris", los espías. No era una regla segura (no había, ni hay, en las cosas humanas reglas seguras), pero era una regla. Yo me sentía inocente, pero enrolado entre los salvados, y por lo mismo buscaba permanentemente una justificación, ante mí ante los demás. Sobrevivían los peores, los más aptos; los mejores han muerto todos. Y muchos otros murieron no a pesar de su valor sino precisamente por su valor.
Que yo sobreviviera para dar testimonio y vivir durante muchos años sin problemas, me inquieta, porque encuentro desproporcionado el resultado en relación al privilegio.
Lo repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos. Ésta es una idea incómoda, de la que he adquirido conciencia poco a poco, leyendo las memorias ajenas, y releyendo las mías después de los años. Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habiblidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo: son ellos, los "musulmanes", los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción."

"Y hay otra vergüenza más grande aún, la vergüenza del mundo. Dicen "no hay hombre que sea una isla", y "la campana que tañe lo hace por todos". Y, sin embargo, hay quien ante la culpa ajena o la propia se vuelve de espaldas para no verla y no sentirse afectado: es lo que han hecho la mayoría de los alemanes durante los doce años hitlerianos, con la ilusión de que no ver fuese igual que no saber, y que no saber les aliviase de su cuota de complicidad o de connivencia. Pero a nosotros la pantalla de la deseada ignorancia, el partial shelter de T. S. Elliot, nos fue negada: no pudimos dejar de ver. No nos ha sido posible, ni lo hemos querido, ser islas, los justos de entre nosotros, ni más ni menos numerosos que en cualquier otro grupo humano, han experimentado remordimiento, vergüenza, dolor en resumen, por culpas que otros y no ellos habían cometido, y en las cuales se han sentido arrastrados, porque sentían que cuanto había sucedido a su alrededor en su presencia, y en ellos mismos, era irrevocable. No podría ser lavado jamás; había demostrado que el hombre, el género humano, es decir, nosotros, éramos potencialmente capaces de causar una mole infinita de dolor; y que el dolor es la única fuerza que se crea de la nada, sin gasto y sin trabajo. Es suficiente no mirar, no escuchar, no hacer nada".


Es duro, lo sé, pero no estamos tan lejos de esta actitud mundial (y local!) con respecto a algunas cosas, digo: "es suficiente no mirar, no escuchar, no hacer nada".







No hay comentarios:

Publicar un comentario

Podés dejar tu comentario aquí cuando te plazca.(Leave your comment here).