Yo era una de esas necias que odiaba la comedia musical sin haberme dado la oportunidad de prestarle atención. Y la verdad es que aún no me gusta. Pero hace unos años, gracias a Deleuze y específicamente a esto que transcribo, aprendí (creo) a mirar el "grado cero", el paso al otro mundo. Este texto no es tan amable como la entrevista, está extraído de "La imagen tiempo", capítulo "Del recuerdo al sueño", el anterior a mi preferido: "Los cristales del tiempo". No sólo habla de Astaire y Kelly sino también de Vincent Minnelli, Jerry Lewis, Keaton, Chaplin, Laurel, etc. Ojalá encuentren lo que yo encontré.
La comedia musical
es el movimiento despersonalizado y pronominalizado por excelencia, con el
baile trazando un mundo onírico. En Berkeley, las girls multiplicadas y
reflejadas forman un proletariado feérico cuyos cuerpos, piernas y rostros son
piezas de una gran máquina de transformación: las “figuras” son como vistas
caleidoscópicas que se contraen y se dilatan en un espacio terrestre o
acuático, casi siempre captadas desde arriba, girando alrededor del eje
vertical y transformándose unas en otras para culminar en puras abstracciones.
Es verdad que hasta en Berkeley, y con mayor razón en la comedia musical en
general, el bailarín o la pareja conservan una individualidad que es fuente
creadora de movimiento. Pero lo que
cuenta es la manera en que el genio individual del bailarín, la subjetividad,
pasa de una motricidad personal a un elemento suprapersonal, a un movimiento de
mundo que la danza va a trazar. Es el momento de verdad en que el bailarín
camina todavía, pero es ya un sonámbulo que será poseído por el movimiento que
parece llamarlo: lo encontramos en Fred
Astaire, en el paseo que insensiblemente se vuelve danza (Melodías de
Broadway de V. Minnelli) tanto como en Kelly,
en el baile que parece nacer de la desnivelación de la acera (Cantando bajo
la lluvia de Donen). Entre el paso motor y el paso de baile hay a veces lo que
Alain Masson llama un “grado cero”, como
una vacilación, un desajuste, un retraso, una serie de fallos preparatorios o
por el contrario un brusco nacimiento.
A menudo se ha contrapuesto el
estilo de Astaire al de Kelly. Y es verdad que en uno el centro de gravedad pasa fuera de su cuerpo delgado, flota
fuera de él, desafía la verticalidad, se bambolea, recorre una línea que es tan
sólo la de su silueta, su sombra o sus sombras, tanto que son sus sombras las
que bailan con él (Swing times, de Stevens). Mientras que, en el otro, el centro de gravedad se hunde
verticalmente en un cuerpo denso para desprender y elevar desde el interior ese
maniquí que es bailarín. “Poderosos movimientos de balancín incrementan a
menudo el entusiasmo y la fuerza de Kelly, la manera en que se da un impulso
con un salto es a veces fácil de percibir. Los gestos de Astaire, en cambio, se
encadenan por una voluntad clara de inteligencia, sin abandonar nunca el movimiento
al cuerpo”, y definen “sombras sucesivas y perfectas”. Diríanse los dos
extremos de la gracia, como la definía Kleisa “en el cuerpo de un hombre
desprovisto de toda conciencia y de aquel que posee una conciencia infinita”,
Kelly y Astaire. Pero en ambos casos la comedia musical no se contenta con
hacernos entrar en el baile o, lo que es igual, con hacernos soñar. El acto
cinematográfico consiste en que el propio bailarín entra en el baile, como se
entra en el sueño. Si la comedia musical nos presenta explícitamente tantas
escenas que funcionan como sueños o seudo-sueños de metamorfosis (Cantando bajo
la lluvia, Melodías de Broadway y sobre todo Un americano en París, de
Minnelli), es porque toda ella es un gigantesco sueño, pero un sueño implicado,
y que a su vez implica el paso de una supuesta realidad al sueño.
Sin embargo, aún
supuesta, esa realidad es muy ambigua. En efecto, podemos presentar las cosas
de dos maneras. O bien consideramos que
la comedia musical nos da ante todo imágenes sensoriomotrices ordinarias donde
los personajes se hallan en situaciones a las que van a responder con sus
acciones, pero que, más o menos progresivamente, sus acciones y movimientos
personales se transforman por la danza en movimiento de mundo que desborda la
situación motriz, sin perjuicio de retornar a ella, etc.O bien, por el
contrario, consideramos que el punto de partida sólo en apariencia era una
situación sensoriomotriz: en lo más profundo era una situación óptica y sonora
pura que ya había perdido su prolongamiento motor, era una pura descripción que
ya había reemplazado a su objeto, un puro y simple decorado. Entonces el
movimiento de mundo responde directamente a la llamada de los opsignos y
sonsignos (y el “grado cero” ya no da fe de una transformación progresiva sino
de la anulación de los nexos sensoriomotores ordinarios). En un caso, para
expresarnos como Masson, se pasa de lo
narrativo a lo espectacular, se accede al sueño implicado; en el otro, se va de
lo espectacular al espectáculo, como del decorado a la danza, en la
integralidad de un sueño implicado que envuelve incluso a la marcha. En la
comedia musical los dos puntos de vista se superponen, pero es evidente que el
segundo es más amplio. En Stanley Donen, la situación sensoriomotriz deja
transparentar “vistas chatas”, tarjetas postales o clichés de paisajes,
ciudades, siluetas. Da lugar a esas situaciones puramente ópticas y sonoras
donde el color cobra un valor fundamental y donde la acción también achatada ya
no se distingue de un elemento móvil del decorado colorido. Entonces el baile surge directamente como la
potencia onírica que da profundidad y vida a estas vistas chatas, que
despliega todo un espacio en el decorado y más allá de él, que da a la imagen un
mundo, la rodea de una atmósfera de mundo (The pijama game, Cantando bajo la
lluvia, no sólo el baile sino el final de Broadway). “El baile asegurará, pues, la transición entre la vista chata y la
apertura del espacio”. Ella será el movimiento de mundo que, en el sueño,
corresponde a la imagen óptica y sonora.
Le tocó a Minnelli
descubrir que el baile no sólo da un mundo fluido a las imágenes, sino que hay
tantos mundos como imágenes: “cada imagen, decía Sartre, se rodea de una
atmósfera de mundo”. La pluralidad de
mundos es el primer descubrimiento de Minnelli, su posición astronómica en
el cine. Pero entonces, ¿cómo pasar de un mundo al otro? Y éste es el segundo
descubrimiento: el baile ya no es
solamente movimiento de mundo, sino también pasaje de un mundo a otro, entrada
en otro mundo, efracción y exploración. Ya no se trata de pasar de un mundo
real en general a los mundos oníricos particulares, puesto que el mundo real
supondría ya esas pasarelas que los mundos del sueño parecen prohibirnos, como
en la inversión de Brigadoon, donde la realidad de la que nos separa el pueblo
inmortal y cerrado ya no se ve más que en un inmenso picado. En Minnelli cada
mundo, cada sueño está cerrado sobre sí mismo, cerrado sobre todo lo que él
contiene, incluido el soñante. Tiene sus sonámbulos prisioneros, sus
mujeres-panteras, sus guardianas y sus sirenas. Cada decorado alcanza su
potencia más grande y se vuelve pura descripción de mundo que reemplaza a la
situación. El color es sueño, no porque el sueño esté en colores sino porque en
Minnelli los colores adquieren un elevado valor absorbente, casi devorador. Por
tanto es preciso insinuarse, dejarse absorber, sin perderse empero o dejarse
atrapar. El baile ya no es un movimiento de sueño que traza un mundo, sino que
se profundiza, se redobla, convirtiéndose en el único medio para entrar en otro
mundo, es decir, en el mundo de otro, en el sueño o en el pasado de otro. Yolanda and the thief y El pirata serán los dos grandes éxitos
donde, primero Astaire y después Kelly, se introducen respectivamente en un
sueño de jovencita, no sin peligro mortal. Y en todas las obras que no son
comedia musical sino simples comedias o dramas, Minnelli necesita de un
equivalente de baile y de canción que introduce siempre al personaje en el
sueño del otro. En Undercurrent, la
muchacha llegará al fondo de la pesadilla de su marido sobre un aire de Brahms,
para alcanzar el sueño y el amor del hermano desconocido, pasando así de un
mundo a otro. En The clock, una
escalera automática como movimiento de mundo rompe el talón del zapato de la
joven y se lo lleva al sueño despierto del soldado permisionario. En el
grandioso Los cuatro jinetes del Apocalipsis, hace falta el pesado galope de
los jinetes y el recuerdo terrible del padre fulminado para arrancar al esteta
de su propio sueño y hacerlo penetrar en la pesadilla generalizada de la
guerra. Desde este momento la realidad se concebirá necesariamente unas veces
como el fondo de una pesadilla, cuando el héroe muere por ser así prisionero
del sueño del Otro, otras veces como un acuerdo de los sueños entre sí, según
un final feliz, donde cada cual se reencuentra absorbiéndose en el opuesto
(así, en Mi desconfiada esposa, el
bailarín que reconcilia los dos mundos en lucha). Entre el decorado-descripción y el movimiento-danza la relación ya no es
la de una vista chata con un despliegue de espacio, sino la de un mundo
absorbente con un pasaje entre mundos, para lo mejor o para lo peor. Nunca
como en Minnelli la comedia musical se aproximó tanto a un misterio de la
memoria, del sueño y del tiempo como punto de indiscernibilidad de lo real y lo
imaginario. Extraña y fascinante concepción del sueño donde el sueño de otro
constituye él mismo para su sujeto real una potencia devoradora, despiadada.
Quizá la
renovación del burlesco por parte de Jerry Lewis deba muchos de sus factores a
la comedia musical. Podríamos resumir brevemente la sucesión de edades del
burlesco: todo empezó por una exaltación desmesurada de las situaciones
sensoriomotrices, donde los encadenamientos de cada uno se engrosaban y precipitaban,
se prolongaban al infinito, donde los cruces y choques entre sus series
casuales independientes se multiplicaban, formando un conjunto proliferante. Y
en la segunda edad este elemento subsistirá con enriquecimientos y
purificaciones (las trayectorias de Keaton, las series ascendentes de Lloyd,
las series descompuestas de Laurel y Hardy). Pero lo que caracteriza a esta segunda edad es la introducción en el
esquema sensoriomotor de un elemento emotivo y afectivo intensísimo: se encarna
unas veces en la pura cualidad del rostro impasible y reflexivo de Buster
Keaton, otras en la potencia del rostro intensivo y variable de Chaplin, según
los dos polos de la imagen-afección; sin embargo, en ambos casos se inserta y
se expande en la forma de la acción. Este elemento afectivo reaparece en
los Pierrots lunares del burlesco: Laurel
es lunático, pero también Langdon en sus adormecimientos irresistibles y
sus sueños despiertos, y el personaje mudo de Harpo Marx, en la violencia de sus pulsiones y la paz de su arpa.
La tercera edad del burlesco implica el sonoro, pero el sonoro sólo interviene
aquí como el soporte o la condición de una nueva imagen: es la imagen mental
que lleva a su límite la trama sensoriomotriz, regulando esta vez sus rodeos,
sus encuentros, sus choques según una cadena de relaciones lógicas tan
irrefutables como absurdas o provocadoras. Esta imagen mental es la imagen
discursiva tal como aparece en los grandes discursos de los films sonoros de
Chaplin; es también la imagen-argumento
en los absurdos de Groucho Marx o de Fields. Por sumario que sea este
análisis, puede dejar presentir cómo va surgiendo un cuarto estadio o edad: una
ruptura de los nexos sensoriomotrices, una instauración de puras situaciones
ópticas y sonoras que, en lugar de prolongarse en acción, entran en un
circuito. Esto es lo que aparece con Jerry Lewis: el burlesco encuentra su
fuerte en la comedia musical. E incluso
su manera de andar parece como si fueran pasos de baile fallidos, un “grado
cero” prolongado y renovado, variado de todas las maneras posibles, hasta que
nazca la danza perfecta (Jerry calamidad). Al personaje de Jerry Lewis,
involucionado más que infantil, todo le resuena en la cabeza y en el alma;
pero, inversamente, sus menores gestos esbozados o inhibidos y los sonidos
inarticulados que emite resuenan a su vez, porque desencadenan un movimiento de
mundo que llega a la catástrofe (la destrucción del decorado en la casa del
profesor de música), o que pasa de un mundo a otro en una trituración de
colores, en una metamorfosis de las formas y en una mutación de los sonidos (El
profesor chiflado). Lewis retoma una figura clásica del cine americano, la del
looser, el perdedor nato, que se define por lo siguiente: él “hace de más”.
Pero he aquí que, en la dimensión burlesca, este “de más” se torna un
movimiento de mundo que lo salva y le hará ganador. Espasmos y corrientes
diversos, ondas sucesivas agitan su cuerpo, como cuando va a lanzar los dados.
Ya no es la edad de la herramienta o la máquina, es la nueva edad de la
electrónica y del objeto teleguiado que sustituye los signos sensoriomotores
por signos ópticos y sonoros. Ya no es la máquina que se desajusta y enloquece
como en Tiempos Modernos, sino la fría racionalidad del objeto técnico autónomo
que reactúa sobre la situación y destroza el decorado. El nuevo burlesco ya no
viene de una producción de energía por el personaje, que se propagaría y se
amplificaría como en un período anterior. Nace
del hecho de que el personaje se mete (involuntariamente) en un haz energético
que lo arrastra y que constituye precisamente el movimiento de mundo, una nueva
manera de bailar, de modular. Por una vez en este caso podemos decir que
Bergson es superado: lo cómico ya no es lo mecánico insertado en lo viviente,
sino movimiento de mundo que se lleva y aspira al viviente.
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